Pasamos en San diego exactamente un mes y medio. Llegamos con la intención de probar suerte, buscarnos un curro y llevarnos cada una mil dólares en el bolsillo. Lo conseguimos. Pero no sólo nos llevamos dinero con nosotras, nos fuimos de ahí con las ganas de volver, con la sensación de dejar algo de nuestras vidas allí y sabiendo que la próxima vez que volvamos tendremos un pequeño grupo de personas que nos estarán esperando. Porque volveremos… No sabemos cuándo, ni cómo, pero los atardeceres de San Diego volverán a escuchar nuestros sueños.
Como ya conté en el post anterior, el Café 976 fue nuestro jardín de las delicias durante muchas de las horas, días y semanas que pasamos en San Diego. Pasamos tanto tiempo ahí con nuestras lanas y agujas que se tornó inevitable hacer amistad con la gente de allí. Así, acabamos formando una pequeña e improvisada familia con algunos de los trabajadores de 976. Es a ellos a quienes va dedicado este post, no sólo por ser los principales protagonistas de la historia sino por lo que nos regalaron con su amistad y por la honda huella que nos dejaron en el corazón.
Nuestro cuento dice así:
Conocimos a Anthía una noche de domingo en la que Ainhoa estrenaba un poncho de colores que acababa de terminar. Lo había estado tejiendo en el 976 asi que todo el mundo allí reconoció el trabajo final cuando se lo vieron puesto. En el momento en que lo vio, Anthía se enamoró del poncho y le dijo a Ainhoa “Hazme uno y te lo compro”. Ainhoa, que no cabía en su sorpresa, le advirtió modestamente que nunca había hecho algo tan grande para vender, que el precio de algo así subía mucho por las horas de trabajo y la lana utilizada. Anthía estaba decidida a comprarlo “Tú házmelo que yo te voy a pagar el precio que le pongas. Soy artista y se valorar el trabajo de otros artistas” Así, pasaron dos semanas en las que Ainhoa tejió el poncho con una tremenda ilusión. Lo mimó y lo cuido, y del resultado de los colores lo bautizó con el nombre de “California Sunset”, o lo que es lo mismo “Atardecer de California”. En ningún momento Anthía vio el poncho mientras Ainhoa lo trabajaba, decidió guardarse la sorpresa para el momento en que estuviera terminado.
Una noche, a los pocos días de haber conocido a Anthía, Ainhoa y yo decidimos hacerle una visita a su casa. Nos recibió encantada y pasamos una agradable velada intercambiando historias, aventuras, amores y desamores bajo la luz de la luna en su jardín. Justo antes de marcharnos, Anthía nos mostró su cuarto, y rebuscando en su armario sacó del fondo dos gorros, unos calentadores y un par de guantes. Nos los ofreció como regalo y nosotras los aceptamos agradecidas, despidiéndonos de ella esa noche con un beso y un gran abrazo.
Sería tres días antes de nuestra marcha cuando Ainhoa decidió devolverle los guantes y uno de los gorros a su dueña “Anthía, te agradezco muchísimo lo que nos regalaste pero no podemos quedarnos con todo. Apenas tenemos espacio en la furgoneta y vamos hacia el sur, hacia el calor. Prefiero devolverte los guantes y el gorro antes que regalarle a alguien por el camino algo que me regalaste tú” Nos despedimos de ella hasta el día siguiente, día en que Anthía recibiría el poncho y pagaría por él el precio acordado entre ambas. Como era de esperar, el precio acordado por ellas era el reflejo de una amistad. Una parte se pagaba con dinero y la otra parte la cubría Anthía con su reconocimiento hacia el arte y con su amistad hacia las dos.
A la mañana siguiente Anthía vino a verme al trabajo. En ese momento yo me encontraba haciendo recados así que dejó un sobre con nuestros nombres escritos en manos de mi jefa. Yo, ilusionada con el detalle y sabiendo que tanto ella como Ainhoa estarían en el 976, me dirigí hacia allí sin abrir el sobre. Al llegar allí no vi a Anthía, y me acerqué a Ainhoa agitando el sobre en el aire. Fue entonces cuando Ainhoa empezó a contarme que Anthía había ido a despedirse de ella y a decirle que no podía aceptar el poncho porque no éramos como ella había pensado. Nos deseaba buen viaje y se había despedido de Ainhoa dándole la mano con frialdad mientras le decía “Te daré un dinero por el esfuerzo”. Ainhoa no entendía nada… y así se lo dijo, entonces Anthía dijo “Me he sentido insultada por haberme devuelto algo que os dí” Ainhoa se sintió mal, le pidió disculpas, la abrazó y le dijo que había sido un malentendido. Le explicó que había sido con la mejor de las intenciones y que sentía mucho haberla ofendido. Anthía dijo aceptar las disculpas y quedó en que nos veríamos esa misma noche.
Al terminar de contarme la historia, miré extrañada el sobre que tenía entre las manos. Lo abrí y leí cómo rechazaba cenar con nosotras en nuestra última noche, deseándonos al final de la nota un buen viaje. Yo, helada, sin saber cómo reaccionar empecé a sentir cómo mi cuerpo empezaba a hervir lentamente… “¿¿QUÉ??” Empecé a recordar cómo Anthía nos había dejado plantadas una y otra vez, y cómo nosotras habíamos aceptado constantemente sus plantones por una simple cuestión de respeto hacia su espacio y su intimidad. En ocasiones no apareció por cansancio, otras porque dijo caer enferma y otras por simple abandono. A nosotras nos había dado igual hasta entonces, pero en el momento en que Ainhoa me contó lo que había pasado empezamos a sacar cada una de las veces en las que nosotras podíamos habernos sentido ofendidas por Anthía. Cómo era posible que de repente fuese ella la que se sintiese insultada, y lo peor, que tras un acuerdo que ella misma había forzado, rechazara y despreciara de un tirón el trabajo que Ainhoa había ido realizando durante las últimas dos semanas. Transcurrió el día y finalmente Ainhoa decidió que no le vendería el poncho ni aunque ella lo quisiera. Hay cosas que el dinero efectivamente no paga.
Al llegar la noche nos acercamos a verla al 976. Yo le pregunté qué es lo que había pasado queriendo escuchar la versión de su propia boca para así confirmar que no había ningún malentendido. Me repitió exactamente lo que me había contado Ainhoa, cogió un sobre con dinero y lo puso en la mesa frente a ella. Ainhoa miró el sobre y lo rechazó dolida. En ese momento no pude evitar preguntarle cómo era posible que fuera ella la que se sentía insultada si nosotras en todo momento la habíamos respetado y que de todos los planes que había acordado con nosotras nos había dejado tiradas en todos. Fue ahí cuando de repente dijo “Es que de hecho, caí enferma la noche en que os conocí”. A mi se me puso cara de besugo y le pregunté “¿Insinúas que somos la causa de tu enfermedad?” Anthía asintió fría. Ainhoa, que todavía trataba de asimilar el desprecio por su trabajo me miraba sin entender lo que estaba pasando. Me levanté con un calentón terrible “¿¿Qué?? ¿¿CÓMO??” Miré a Ainhoa y le dije “Vámonos”. O me largaba de ahí o hacía algo que no he hecho en mi vida: cruzarle la cara a una estúpida. Nos marchamos de allí sin su sucio dinero, dolidas, cabreadas e insultadas. Esa noche nos quedamos dormidas mientras nos decíamos la una a la otra “El tiempo pone a cada uno en su lugar” y dormimos sin saber que tendríamos el placer de ver cómo eso ocurriría…
Al día siguiente yo había quedado con una amiga para enseñarle a ganchillear un poco, y mientras yo hacía eso, Ainhoa se fue al 976 a por algo de comida. Era un día de sol, precioso y tranquilo. Al llegar allí Ainhoa se encontró al otro lado del mostrador con Lauren, una de las managers del 976. Lauren sonrió alegre a Ainhoa mientras le decía a uno de sus compañeros “¡Le está haciendo un poncho a Anthía!” Ainhoa lo negó con lágrimas en los ojos “No, ya no, ahora no lo quiere” Con los ojos como platos los camareros dijeron al unísono “¡¿QUÉ?!” Lauren salió de detrás del mostrador, cogió a Ainhoa de la mano y la sentó en una de las sillas de colores del jardín “¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo”. Ainhoa le contó día tras día, desde la noche de domingo en que la conocimos, hasta la noche anterior en la que nos había acusado de ser como la peor de las pestes. “¿Qué hay de malo en lo que hiciste?” Le dijo Lauren “¡Gracias! ¡No estoy loca!” exclamó Ainhoa. Lauren se rió, le dijo que no se sintiera mal, que no se preocupara. Se despidió diciéndole “Vuelve mañana, vamos a intentar vender tu poncho antes de que os marcheis”
Llegó nuestro último día en San Diego y fuimos a pasarlo a nuestro rincón favorito, bajo el sol del 976. Como un día más, desperdigamos nuestras cosas por el jardín; lanas, hilos, agujas, ordenador, folios de colores, tazas rebosando té… Y al ratito de llegar se nos acercó Lauren, miró a Ainhoa y le dijo “Anoche estuve hablando con mi novio y hemos decidido que queremos quedarnos con el poncho. Te lo compramos”. En el mismo instante en que Lauren terminó de decir esas palabras vi cómo los ojos de Ainhoa recuperaban la ilusión que tuvieron durante las semanas en que tejió su “Amanecer en California”. Ainhoa le dijo “Ayer fuiste el sol que me dio luz en mitad de la oscuridad, ahora con mi poncho tendrás tu atardecer. Cogeré el dinero que me quieras dar por él”
Esa noche fuimos a casa de Lauren y conocimos a Kelsey, su chico. Kelsey trabaja en su propio taller en el jardín de casa, pintando increíbles cuadros que viajan a distintas galerías de arte repartidas por Londres, Nueva York y Los Ángeles (pincha aquí para ver su web). Se unieron a la cena su compañero de piso, el hermano de Lauren, un amigo, y Ryan, el otro manager del 976. Así, pasamos nuestra última noche cenando y tomando cervezas en un bar del centro de San Diego en la mejor de las compañías. Lauren estrenó el poncho esa misma noche, y nada más vérselo puesto Ainhoa y yo supimos que desde el momento en que se empezó a tejer, el poncho estaba destinado a ella y a ninguna otra persona. Lauren y su novio pagaron por él mas de lo que Anthía iba a pagar, pagó lo que Ainhoa antes de saber que lo comprarían le dijo que costaba en realidad. Ainhoa cogió el dinero con lágrimas en los ojos, tratando de devolverle parte del dinero, pero Lauren se negó y le dijo que estaba encantada de pagar esa cantidad de dinero por una obra de arte como aquella.
Esta historia significa para nosotras algo muy especial. Son cientos de momentos los que nos gustaría escribir, contar y transmitir a quienes nos leéis. Además de Lauren y de Kelsey, el 976 nos regaló otras dos personas muy especiales. Ryan - o “El Vikingo” por su barba, pañuelo en la cabeza y sus dos rubias trenzas -, otro artista del 976, fue quien nos qyudó a encontrar el trabajo en el Be Curious, y nos enseñó cómo ser viajeras puede llegar a ser una profesión. Refiriéndose a nosotras como “the travelers” y admirando día tras día nuestro arte, se despidió de nosotras con la fuerte convicción de que teníamos que volver para trabajar en su futura galería de arte. Andrew, o Andrés, estadounidense de origen mejicano, nos regaló la imagen de nuestro viaje con una polaroid del 75. Con lágrimas en los ojos nos despedimos de todos mientras nos decían lo mucho que se iba a sentir nuestra falta en el jardín del 976.
Nunca antes Ainhoa y yo habíamos visto reconocido nuestro arte de tal manera. Nunca antes alguien nos había considerado unas “Artistas”, en mayúscula. Comprar el “Atardecer de California” no era una cuestión de dinero, con la compra del poncho mostraban el aprecio por el arte, el valor de la belleza, la capacidad de crear cosas lindas con las propias manos, con el corazón e ilusión. Además de esto, nos dieron el calor que en ocasiones nos falta teniendo a nuestra gente en la distancia. Hace unos años, Kelsey había estado viajando por Australia con un amigo suyo, durmiendo ambos en el coche durante un año. Al conocer lo que había pasado con Anthía, Kelsey quiso ayudarnos como otras personas hicieron con él y su amigo a lo largo de su viaje. Esto mismo fue lo que nos dijo Denise, nuestra jefa, al despedirse de nosotras. Durante el tiempo que trabajamos para ella nos dio todo el trabajo que pudo para poder pagarnos el dinero que necesitábamos, y nos ayudó y trató en todo momento como si fuéramos sus nenas, sus más preciadas protegidas.
Como un círculo que esperemos nunca termine, nosotras agradeceremos toda esta ayuda, apoyo y cariño a través de otras personas, tratando de transmitirles todo lo que en su día nos entregaron a nosotras. Y para adelantar una de las muchas moralejas que esconde este cuento… No lo olvidéis: EL TIEMPO NOS PONE A CADA CUAL EN SU LUGAR.