
Ayer estaba yo al volante cuando decidí acercarme a un coche para preguntar por unas indicaciones. Como si estuviera conduciendo mi antiguo AX en lugar de una furgoneta de cuatro metros y medio de largo, me acerqué tanto tanto al otro coche que me llevé su parachoques por delante. Esas cosas pasan, qué le vamos a hacer. Con un seguro que no llegaría a cubrir ni las luces de un intermitente, nos encontramos en la situación que hace tiempo yo ya esperaba: hacer negocio. Estábamos allí el dueño del otro coche, sus dos hijos, seis policías federales con metralletas en mano, dos agentes de tránsito, Ainhoa y yo. Exclamaciones para arriba, disgustos para abajo, quejas, suspiros, y conversaciones más bien de telenovela que de una situación seria. No sólo conseguimos pagar la mitad de lo que nos pedía el tipo sino que además de librarnos de la multa con la que nos amenazaba uno de los agentes (sin saber muy bien el porqué de la multa, eso es lo de menos) el agente terminó pagándole al tipo del coche los diez pesos que nos faltaban para zanjar el trato mientras decía “a las mujeres bonitas siempre les salen las cosas más baratas”. Si hay que ser bonita, una lo es… y que pague el barquero, que yo soy bonita y lo quiero ser… Vamos, que si nos quitan de una multa y encima nos descuentan, como si tenemos que hacer el pino mientras nos tocamos la punta de la nariz.
Pero bueno, esto ocurrió ayer saliendo de La Piedad rumbo a Guanajuato. Llegamos a esta preciosa ciudad ayer tarde, después de pasar quince días en la mejor de las compañías. Juan K. es un artesano original de Guadalajara. Le conocimos por pura casualidad en un pueblito llamado San Pancho, en el cual paramos a pasar la

noche cuando íbamos camino de Puerto Vallarta junto con un holandés y una polaca. Fue por él que dimos la vuelta, y en lugar de seguir lo planeado, modificamos nuestro rumbo para pasar unos días en La Laguna de Sta. María del Oro y en la ciudad de Guadalajara, donde Juan K. sería el mejor de los guías. Separando nuestros caminos, la pareja que nos acompañaba siguió hacia Puerto Vallarta, mientras nosotras dos pusimos dirección a La Laguna siguiendo a la pequeña volkswagen de Juan K.
El hombre de los bonitos suspiros, caracteristica por la cual siempre le recordaré, vive en una volkswagen del 82, acomodada con una enorme cama y un ordenador con una enorme pantalla para ver películas.
Tiene sus cosas organizadas como nosotras, en tapers donde lo almacena todo. Fue a través de su combi por la cual nos conocimos. Nada más verla Ainhoa y yo pusimos los ojos en un enorme cable naranja que salía por su ventana. No había lugar a dudas, allí dentro había alguien disfrutando de electricidad, deliciando una película en la pequeña y acogedora casa que resulta siendo una combi volkswagen. Y es que en los 104 días que llevamos de viaje, si hay algo por lo cual hemos suspirado nosotras es por el placer de ver películas en nuestra bonita y caprichosa, o mejor, tragarnos la última temporada de Perdidos con un gran bol de palomitas.

Pero de Juan K. no sólo nos llevamos un inversor de corriente y una extensión de treinta metros para poder llevar a cabo estas pequeñas satisfacciones de la vida moderna,

ni mucho menos, de él nos llevamos muchisísímas cosas más - como diría él. Pasamos con él cinco días en una preciosa laguna formada en el antiguo crater de un volcán. Allí nos enseñó muchos de sus trucos como artesano y nos ayudó a montar nuestro primer puestecito de ambulantes durante una competición de natación en la enorme laguna. De allí fuimos juntos a Guadalajara, donde nos acogieron en su casa Maribel y su hija Carol, con quienes preparamos unas deliciosas tortillas de patata y con quienes disfrutamos de agradables charlas basadas en el intercambio de jerga callejera y palabras malsonantes de ambos países. A ellas dos, a Diego el hijo de Carol y al bebé que está en camino, les damos las gracias por hacer de su casa la nuestra durante los cinco días que estuvimos en su acogedora ciudad.
Y es que Guadalajara fue increíble. Juan K. nos llevó a absolutamente todos los rincones donde vendían material para hacer pulseras, collares, pendientes y demás. Nos llevó a talleres de metales a comprar alambres de todo tipo, color y grosor, a tiendas de hilos de cera, piedritas, bolitas de madera, cajitas para guardarlo todo… Ainhoa y yo pasamos horas tiradas en el suelo escogiendo cuarzos de colores, aprendimos a ranurar ópalos y cuarzos para poder hacer collares con ellos. Deslumbradas con todo aquel mundo que escondía Guadalajara, supimos que de ahora en adelante la ciudad sería una de nuestras grandes Mecas.

La Meca de nuestros sueños, la de nuestros artísticos sueños.

Bastó cruzar una esquina y encontrarnos con una plaza atestada de mujeres haciendo ganchillo para saber que algún día Ainhoa y yo volveríamos a esa gran ciudad. Nunca en la vida Ainho y yo olvidaremos el día en que entramos en la casa de un artesano en busca de ópalos. Camilo nos invitó a pasar a un cuarto, nos sentó frente a una mesa y empezó a derramar preciosos ópalos sobre bandejitas de terciopelo negro mientras nos servía cerveza con sal y limón. Con los ojos como platos, Ainhoa y yo pasamos no sabemos cuantas horas eligiendo ópalos, y terminamos rellenando pequeñas bolsitas de plástico con la ayuda de una pequeña paletita de plata. Camilo nos enseñó a distinguir los ópalos buenos de los malos, todo el proceso la piedra, cómo es en bruto, cómo la pulen y la empastan hasta que quedan listas para ranurarlas y utilizarlas.

Lo mismo ocurrió con las oxidianas. Juan K. nos llevó a comprarlas a la misma casa donde dos hermanos las pulen, las tallan y las venden al por mayor. Todos estos rincones secretos se abrieron ante nosotras gracias a Juan K., quien nos adoptó, nos acogió, y nos bautizó como artesanas con un precioso collar de oxidiana que nos hicimos con su propio material.
Todo esto y lo que queda sin contar se remata con el paso por la ciudad de Tequila. Además de descubrir y probar el helado de esta bebida, Ainhoa, Juan K. y yo fuimos a una pequeña fábrica a ver el proceso del agave hasta que se transforma en tequila. Nuestra guía Inma, que al final de la ruta bebió casi más tequila que nosotros tres juntos, nos contó cómo el tequila se empezó a destilar tras una tormenta durante la cual cayó un rayo y coció una plantación de agave. Sorprendidos por el rico olor del agave cocido, éste empezó a utilizarse como endulzante en las bebidas y comidas. Un día, encontraron un bidón olvidado y fue así como descubrieron los efectos del agave fermentado. Ala, de ahí el tequila
Y por lo pronto con esta historieta me despido. Queda pendiente un video de nuestro buceo en la isla de Espíritu Santo, junto con leones marinos y en las entrañas de un enorme barco hundido… y es que, resulta imposible contarlo todo. Ya sabeis, quien quiera saber más, que venga ;)
Besos de dos aventureras desde Guanajuato.

















Nuestras fotos de guiris como guinda final :)